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samedi 26 janvier 2019

Mario Vargas Llosa versus Juan José Saer


"La transición española de una dictadura de cuarenta años a una democracia moderna quedará como uno de los hechos más positivos de unos finales de siglo que, aunque repletos de acontecimientos, han abundado en frustraciones y fracasos políticos. Acaso nadie esperaba que esta transición se llevara a cabo de la manera en que se efectuó: sin violencia y con la resuelta colaboración de todos los sectores -empezando por la corona y terminando por el Partido Comunista- incluso aquellos que, hacía muy poco, eran duramente reprimidos por el régimen franquista.En aras del restablecimiento de la libertad y para evitar el retorno de un clima de encono y división que haría imposible el funcionamiento de la flamante legalidad, las fuerzas democráticas renunciaron a pedir cuentas y a enjuiciar al antiguo régimen por sus atropellos y crímenes y aceptaron convivir con sus corifeos y lugartenientes. Para muchos exiliados, ex-prisioneros o perseguidos políticos, ello significó un gran sacrificio, sin duda, pero gracias a su generosidad y lucidez, España -no importa cuan grandes sean sus problemas actuales- es hoy una democracia moderna donde un golpe de Estado cuartelero resulta ya casi tan imposible como en Francia o Alemania. Sin aquella actitud pragmática de los antiguos rivales para convivir con sus diferencias y no continuar con la guerra civil aunque fuera. por, otros medios, el intento golpista del 23 de Febrero acaso no hubiera sido debelado tan pronto y España se enfrentaría ahora, tal vez, a una anarquía semejante a la de Rusia.

No se ha estudiado bastante la influencia que ha tenido la transición española en el resto del mundo. Yo estoy convencido de que su ejemplo fue decisivo en América Latina. Con variantes mayores o menores, esa fórmula fue seguida en Chile, en Nicaragua y en El Salvador, donde la evolución de un régimen autoritario a un sistema de convivencia democrática ha sido posible gracias a un esfuerzo conjunto de las fuerzas políticas para convivir, como se ha hecho en España, aun cuando el precio para ello fuera el altísimo de renunciar a pedir sanción y castigo penales para quienes cometieron. horrendos crímenes.

Desde luego que hay muchos argumentos morales para rechazar este realismo político que, en última instancia, garantiza la impunidad -a quienes pusieron bombas, torturaron, secuestraron, asesinaron y robaron en nombre de la civilización cristiana y occidental (o de la revolución socialista). Un destacado periodista argentino de oposición, Horacio Verbitsky, lo explica así, en el último número de Time: "¿Reconciliación? ¡Qué pretensión absurda! Eso tardará varias generaciones. ¿Cómo podría 'reconciliarse' una madre con la persona que mató a su hijo? Lo importante es compartir la idea de vivir pacíficamente, respetando las reglas y las instituciones de la democracia".

Esta tesis parece muy lógica, pero, en verdad ,la socava una contradicción, pues para que una sociedad se impregne de esa cultura democrática que enseña a todos a convivir en la legalidad con sus diferencias también hace falta tiempo, y, sobre todo, mucha práctica. Eso no se aprende en la teoría, sino en el que hacer diario, en el ejercicio cotidiano de la legalidad y en el funcionamiento de las instituciones civiles. Para llegar a ello hay que empezar por romper el círculo vicioso y, como en España -o Chile, Nicaragua y El Salvador- impulsar unos mecanismos de coexistencia que, de manera gradual, vayan educando a todos en el difícil arte de la tolerancia y el respeto a la ley.

Un obstáculo mayor, aunque no el único, para instalar y, luego, ir perfeccionando la democracia,. son las Fuerzas Armadas. En América Latina, ellas han violentado una y otra vez la legalidad y usurpado el poder, destruyendo innumerables veces los intentos democráticos. Una cultura autoritaria las impregna, desde los comienzos de la vida republicana, y sus miembros siempre se han considerado, por ser dueños de la fuerza, imbuidos de algo así como de un derecho de tutela sobre el poder civil, al que podían deponer o reponer a su capricho. Mientras ellas no sean re-educadas y aprendan a respetar el poder civil y las leyes, la democratización será precaria y penderá sobre ella, como espada de Damocles, la sombra del cuartelazo. Este proceso toma tiempo y la única manera de que culmine -de que las Fuerzas Armadas se civilicen y en vez de potenciales dinamiteras del Estado de Derecho sean su sostén- es que las nuevas y frágiles democracias -unas casas de naipes- duren y, a la que vez que duran, se vayan fortaleciendo hasta que el acatamiento a las leyes y a los gobernantes legítimos forme parte de la idiosincrasia militar, como ocurre en Estados Unidos o el Reino Unido.
En mi opinión, este proceso da todavía sus primeros pasos en América Latina y, a diferencia de España, puede aún ser revertido. Lo fue, en cierta forma, en el Perú, donde desde el 5 de abril de 1992, impera un régimen sui generis, que no es una democracia ni tampoco una dictadura de rasgo tradicional, sino un curioso híbrido que, para colmo de males, goza incluso de cierta popularidad. Y los intentos golpistas de Guatemala y Venezuela, aunque fracasados, son un indicio inequívoco de que el riesgo de una involución hacia el autoritarismo militar está siempre ronadando los débiles gobiernos civiles.

Ni siquiera Chile, probablemente el país donde la legalidad y las costumbres democráticas se han enraizado más en la última década, debido a la vieja tradición civil y legalista del país, y también a la solidez del consenso reinante entre las fuerzas políticas y al acelerado crecimiento económico, se puede cantar victoria. Lo estamos viendo estos días, con la tensión surgida con motivo de la condena por la Corte Suprema del ex-jefe de la DINA, el general Manuel Contreras y su lugarteniente el brigadier Pedro Espinoza, acusados de haber ordenado el asesinato, en Washington, del líder socialista exiliado Orlando Letelier.
Creo que, aunque a regañadientes, las Fuerzas Armadas chilenas acatarán un fallo que ha sido dictado respetando rigurosamente los mecanismos judiciales que la propia dictadura de Pinochet aprobó y que cuenta con el respaldo de la opinión pública chilena e internacional. Ésta es una victoria, sin' duda, de la ley sobre el crimen y una reparación simbólica a una de las víctimas de la represión; pero mucho me temo que si, alentado por ello, el régimen democrático intentara llevar al banquillo de los acusados a todos los militares y policías chilenos responsables de abusos a los derechos humanos el riesgo de una sublevación militar sería enorme.

Desde mi punto de vista, es un riesgo que las nuevas democracias latinoamericanas deberían tratar de evitar, siguiendo el ejemplo español. Mientras esa construcción de papel no sea una sólida ciudadela de material noble, no hay que forzarla demasiado, pues si ella se desploma será peor: la guerra civil permanente que ha signado nuestra historia no terminará nunca, renacerán las dictaduras y habrá nuevos crímenes y torturas y atropellos y América Latina seguirá sumida en el salvajismo y la' barbarie políticos hasta la consumación de los siglos. Para salir de ellos, la primera y más urgente prioridad es la preservación del sistema democrático, el fortalecimiento de las instituciones, el respeto de la legalidad, hasta que esto se convierta en una manera de vivir para civiles y militares, por igual.

Esto es difícil, porque las actitudes autoritarias, aunque muy arraigadas en el estamento militar, lo están también, en América Latina, en vastos sectores de la sociedad civil, donde, no sólo entre los grupos extremistas partidarios de la acción directa, sino entre partidos. políticos, dirigentes sindicales, periodistas e intelectuales que creen defender la democracia, suelen manifestarse, a menudo sin que ellos lo adviertan, una intolerancia y, matonería semejantes a las de quienes creen que la verdad política la deciden los cañones y los campos de concentración.

Mi ejemplo se llama Juan José Saer, escritor argentino, quien, en EL PAÍS del 6 de junio, refuta mis opiniones, sobre las confesiones de militares torturadores de su país expresadas en una Piedra de Toque anterior (Jugar con fuego,7 de mayo). Lo hace "desde el más imperturbable desprecio" hacia quien "ha hecho de la agitación una actividad comercial", tiene una "historia tenebrosa" y cuyos "dislates no justifican la controversia", pues lo que escribe está lleno "de lugares comunes, de ideas fijas y de incoherencias histéricas" es un dechado de "duplicidad", "cobardía", "inepcia", "chatura seudohumanista" y a quien, además de "mala fe" e "ignorancia", adorna "la inconsecuencia clínica del mitómano".
¿Más pruebas de que no sólo los militares necesitan ser civilizados para que la cultura democrática prenda por fin en América Latina?"

Mario Vargas Llosa 18.06.1995


"No tengo ninguna intención de polemizar con el señor Vargas Llosa. Sólo quiero precisar algunos hechos. La amalgama, la información trunca, la petición de principio y la pura mitomanía invalidan de antemano, la posibilidad de cualquier discusión seria.El señor Vargas Llosa, que ha hecho de la agitación una actividad comercial, carece de la envergadura intelectual y de las garantías mortales necesarias que podrían convertir a todo adversario en un interlocutor válido. La historia tenebrosa de sus opiniones y de sus actos pueden hacerla, si lo desean, todos aquellos que por complacencia, oportunismo o ignorancia acogen tan a menudo sus panfletos, acordándoles de ese modo la legitimidad de un periodismo honesto y objetivo. Sus dislates no justifican la controversia: llenos de lugares comunes, de ideas fijas y de incoherencias histéricas, una vez expuestos en lugar visible se refutan solos.

Pero aun para el más imperturbable desprecio, la imprudencia tiene un límite. En el artículo Jugar con fuego, aparecido en EL PAÍS del 7 de mayo, el señor Vargas Llosa franquea, con su desparpajo habitual, ese límite, y se instala en una zona turbia que está más allá del error.

Cada uno es libre de sus opiniones si, desde luego, las profiere con franqueza; pero si para hacerlas más aceptables las adereza con una napa asqueante de lugares comunes dignos de una composición de sexto grado no es difícil inferir la duplicidad y, en definitiva, la cobardía de quien las expresa.

El artículo comenta las recientes confesiones públicas de militares argentinos que participaron activamente en los actos masivos de terrorismo de Estado perpetrados por la dictadura militar entre 1976 y 1983.

Esas confesiones públicas no aportan ninguna novedad a los hechos, mundialmente conocidos desde hace más de una década. El informe de la Conadep -Comisión Nacional de Desaparecidos, presidida por Ernesto Sábato-, de septiembre de 1984, después de muchos meses de trabajo ejemplar, logró probar, aceptando como válidos sólo los casos donde existían varios testimonios concordantes, el secuestro, tormento y desaparición de alrededor de nueve mil personas. Su estimación global, sin embargo, según varios indicios fuertemente probables, es de unos treinta mil desaparecidos. El informe fue, por otra parte, al año siguiente, una pieza decisiva en el proceso a los jefes de la dictadura militar bajo el Gobierno del doctor Raúl Alfonsín. Varios responsables militares fueron condenados a importantes penas de cárcel, pero el Gobierno de Carlos Menem, en 1989, les acordó una injustificada amnistía. De modo que las confesiones públicas de unos pocos militares -el resto guarda todavía un espeso silencio- no introducen ninguna novedad a no ser la comprensible exigencia de una buena parte de la opinión pública, exigencia que nunca decayó totalmente, de que se juzgue a los culpables de tantos crímenes horrendos. Y es la posibilidad de un nuevo proceso lo que despierta el escepticismo de Vargas Llosa.

Podado de sus vaguedades liberales y de sus supuestas revelaciones, su artículo sostiene en sustancia que un nuevo juicio a los militares es "prácticamente" imposible, porque la responsabilidad de los crímenes no recae únicamente sobre los que los cometieron, sino "sobre un amplio espectro de la sociedad argentina", es decir, sobre todos aquellos que aprobaron la llegada al poder de la dictadura militar y asistieron, sin rebelarse explícitamente, a la ola de terror. Según este argumento, Goering, Hess, Eichmann o Barbie no hubiesen debido ser juzgados o condenados por los crímenes que cometieron, con el pretexto de que la mayoría del pueblo alemán sostenía al nacional-socialismo. Este curioso argumento es la legitimación tácita de la tiranía, porque los desmanes de cualquier Gobierno elegido por simple mayoría podrían ser reivindicados por los dirigentes como atributos legítimos del mandato popular. La tan criticada Ley de Punto Final de la Administración de Alfonsín contempló lo absurdo de ese argumento y puso un tiempo límite para que todas las denuncias fundadas pudieran ventilarse en los tribunales.

La ley fracasó rotundamente, pero la intención era castigar graves casos precisos de violación de derechos humanos, para sacar justamente el problema del terreno brumoso de la responsabilidad colectiva. Si la ley fracasó fue porque muchos jueces que habían sido cómplices de la dictadura empezaron a enjuiciar a militares subalternos omitiendo ocuparse de los verdaderos responsables. Ese argumento de la responsabilidad colectiva pondría, por otra parte, en situación delicada al propio Vargas Llosa, porque mientras que decenas de intelectuales y de artistas chilenos y argentinos eran torturados, asesinados, o desterrados, él seguía publicando sus artículos en los diarios oficiales de las dictaduras, de esos países.
El artículo de Mario Vargas Llosa se desliza, groseramente en verdad, de la tesis de la dificultad del juicio a causa de la responsabilidad colectiva a la de su falta de necesidad, incluso a su carácter nocivo, porque una actitud revanchista pondría en peligro las todavía frágiles instituciones democráticas.

No entiendo cómo la impunidad de esos crímenes horrendos podría contribuir a estabilizar la democracia, ni cómo puede llamarse democracia a una sociedad en la que verdugos y torturadores, secuestradores y asesinos de criaturas, se pasean por la calle, ostentando el cinismo satisfecho de sus crímenes. Es verdad que en nuestra época la palabra democracia ha sido vaciada por muchos de todo contenido y que, parafraseando al doctor Johnson, podríamos decir que la democracia -como hasta no hace mucho la patria- se ha vuelto el último refugio del pícaro. Pero el argumento de choque del artículo consiste en afirmar que si bien la dictadura existió, no se debe eliminar del debate "un hecho capital": la acción insurreccional de los grupos armados que implícitamente justificó la reacción del ejército. Una mentira enorme apoya este sofisma: según Vargas Llosa, la lucha armada comenzó bajo un Gobierno constitucional y democrático, lo que haría recaer en sus partidarios la principal responsabilidad de las masacres. Esta afirmación podría deberse a la mala fe de Vargas Llosa o a su ignorancia de la historia argentina: yo creo que ambas razones no se excluyen necesariamente.

Desde el golpe de Estado de 1955 contra el Gobierno de Perón hasta el 10 de diciembre de 1983, es decir, durante 28 años, hubo en Argentina sólo seis años de gobiernos constitucionales diluidos en 22 años de dictaduras militares, Los primeros intentos de resistencia armada empezaron en 1956, bajo un Gobierno militar, y la mayoría de las acciones importantes tuvo lugar contra ese tipo de Gobierno. Calificar el de Isabel Perón de democrático es una lamentable patraña, ya que fue ese mismo Gobierno el que, después de haber alentado grupos paramilitares y parapoliciales, comenzó a aplicar el terrorismo de Estado firmando un decreto de "exterminio" que los militares que lo derrocaron no hicieron más que aplicar al pie de la letra.

Quiero hacer notar que, como de costumbre, el señor Vargas Llosa es poco original, porque su punto de vista coincide como por casualidad, y al milímetro, con el de la dictadura militar: si torturaron y asesinaron fue porque los otros los obligaron a lanzarse en lo que ellos mismos bautizaron "la guerra sucia". Adobándolo de inenarrable chatura seudohumanista, Vargas Llosa no hace más que blandir el eterno pretexto de todos los tiranos: la responsabilidad del terrorismo de Estado recae no sobre los asesinos que lo ponen en práctica, sino sobre la sedición que, previamente, la provocó.

En cada frase de ese artículo hay una inepcia, y podría poner como ejemplo la afirmación de que Chile es un país reconciliado, aunque todos sabemos que los excesos del golpe de 1973 aún no han sido elucidados, y que la sombra siniestra de Pinochet se proyecta todavía, reivindicando orgullosamente todos sus crímenes, sobre la sociedad chilena.

En la más completa impunidad, y con la inconsecuencia clínica del mitómano, Vargas Llosa, como se puede comprobar, es capaz de escribir cualquier cosa y, como decía al principio, a amalgama, la verdad trunca, a afirmación irresponsable, son la rutina de este articulista. La inconsistencia general de sus argumentos fatiga, y sus torpes tergiversaciones ya hace tiempo que han dejado de indignar. Como a un factor más de contaminación ambiente se soportan su verborrea omnipresente, su sintaxis renga, sus efectos de pacotilla, su narcisismo vulgar que, a decir verdad, nada justifica. Pero todo tiene un límite.

Comentando las confesiones públicas de los torturadores arrepentidos, el señor Vargas Llosa se atreve a estampar estas líneas: "Ahora sí, la evidencia está allí. La verdad ya no puede ser cuestionada ni rebajada...". A pesar de las 484 páginas atroces del informe de la Conadep, de las decenas de miles de folios de los procesos militares, de los testimonios directos difundidos desde hace casi veinte años por la prensa internacional y por las asociaciones de defensa de los derechos humanos, el indigno autor de ese artículo insinúa que sólo el testimonio de los torturadores suministra la prueba irrefutable de lo que realmente sucedió.
La veracidad de una de las páginas más sombrías de la historia americana estaba, según él, en suspenso antes de que los asesinos reconocieran sus crímenes. El relato de miles y miles de víctimas, de familiares, de testigos, de periodistas y de magistrados no era al parecer prueba suficiente. Tal es la insinuación incalificable que, sin embargo, califica a quien la escribió: hasta ahora la palabra de las víctimas no era enteramente digna de crédito; solamente la confesión de los verdugos la certifica."


Juan José Saer es escritor argentino miembro de la mesa coordinadora del Parlamento Internacional de Escritores.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 6 de junio de 1995

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