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Nunca
a lo largo de la joven democracia española había recibido el rey tantas veces
(con las del 24-25 de octubre fueron cinco) a los representantes de los
partidos políticos con representación en el Congreso de los Diputados. Esa
ronda, que muchos pudieron analizar como una consecuencia del bloqueo político
que vivió España durante diez meses sin gobierno capaz de promover iniciativas
legislativas y políticas y con una UE cada día más preocupada por esa situación
de estancamiento, tuvo sin embargo un interés, el demostrar que el rey supo
hacer frente al complejo proceso de investidura y sobre todo que el rey seguía
garantizando las instituciones y de la Constitución pese a los errores que
cometió.
En
efecto, lo que le otorga la Constitución de 1978 al rey es una apariencia de
poder. Solo en apariencia y de acuerdo con los líderes de los partidos
políticos, el rey tiene un poder autónomo, el de proponer libremente un
candidato a la investidura como presidente del Gobierno. Solo es una
escenificación. El Presidente del Congreso, a la llamada del rey, le comunica
la relación de grupos parlamentarios así como los líderes de los mismos a los
que hay que llamar a consultas. El rey, tras las mismas, propone o no un
candidato a la investidura, lo que le comunica al presidente del Congreso
quien, de acuerdo o sin acuerdo con el candidato, fija la fecha para el pleno
de investidura del que resultará o no investido el presidente del Gobierno. Parece
como si el presidente del Congreso fuera, simplemente, un recadero del rey.
Pero no es así: es el responsable de los mismos, porque conviene recordar que
el rey no tiene poderes propios, todos sus actos tienen que ser refrendados
para ser válidos como lo indican los artículos 56.3 y 64 de la Constitución.
El
trámite de investidura tiene como única finalidad la de confirmar cuál de los líderes
(de los cuatro partidos salidos mayoritarios de la consulta del 20-D y del 26-J)
cuenta con 176 votos parlamentarios o más, o cuenta con un número de votos
parlamentarios menor de 176 votos parlamentarios, pero tiene garantizado un
número de abstenciones que hagan que los votos a favor sean más que los votos
en contra en la primera o en la segunda votación (como ha sido el caso de la
votación parlamentaria del 29 de octubre de 2016). Y hasta que no concurra esta
circunstancia, el rey no debe proponer a ningún candidato. Su función no es la
de encargar a un líder que haga gestiones para ver si consigue obtener los
votos necesarios para ser investido. Si lo hiciera, el presidente del Congreso
debería negar el refrendo del acto del rey, con lo que carecería de validez y
en consecuencia de eficacia. De acuerdo con la Constitución, ningún acto del
rey puede ser válido y eficaz sin el refrendo del presidente del Congreso, del
presidente del Gobierno o de un ministro.
En
cierta medida se puede afirmar que el rey no se saltó el guión e hizo
escrupulosamente lo que le mandaba hacer la Carta Magna. Por eso aludir a Rajoy
como el « candidato » del rey era una falsedad que encubría unos
resultados sorprendentes tras cuatro años de política de austeridad, o sea que
el PP de Rajoy fue el partido más votado en las dos elecciones ganando incluso
votos entre los dos comicios (pasando de 123 a 137 escaños con el voto útil).
El proceso confirmó que el rey no se extralimitó de sus funciones y que seguía
siendo competente al margen de la estricta neutralidad política a la que está
obligado. Confirmó su función simbólica sin ser nunca actor
político decisivo. Pero
el mismo proceso condujo al rey a cometer errores de los cuales no puede ser
responsable como el ofrecer a Rajoy y luego a Sánchez que se presentaran a una
investidura forzosamente fallida tras los comicios del 20-D que anunciaban el
fin del bipartidismo y la entrada en el Congreso de un partido antisistema como
Podemos. Un error no repetido en octubre del 2016 ya que el rey sabía como
todos los españoles que el PSOE se comprometía en abstenerse para que Rajoy
gobernara en minoría. Habida cuenta de que la Constitución no pone límite
temporal a la propuesta de un candidato a la investidura por el rey, para que
el reloj no se pusiera en marcha, y no se convocaran elecciones tras sucesivas
investiduras fallidas, hubiera bastado con que no se propusiera candidato hasta
que un líder contara con los apoyos suficientes.
La
repetición de elecciones supone el desprecio de los partidos políticos
parlamentarios a los ciudadanos, por lo que debe considerarse inadmisible e
incomprensible. La comedia que contemplaron los españoles durante diez meses,
consistente en encargar y aceptar investiduras imposibles a priori, puestas en
marcha del reloj y sucesivas elecciones, condujo a un millón de ciudadanos a
quedarse en casa el 26-J subiendo así la tasa de abstención a expensas de los
partidos de izquierda. En ese sistema parlamentario, el rey no tiene poderes
propios. Y la propuesta de investidura es también un acto que necesita ser
refrendado por el presidente de las Cortes, de manera que los errores del rey
lo son también de la presidenta del Congreso, Ana Pastor, que se ha olvidado de sus responsabilidades
constitucionales y de los partidos políticos que han demostrado su inmadurez y
desprecio por la política.